martes, 12 de abril de 2016


AQUELLA TARDE EN EL RÍO

“¿No oyes?... es el río que pide silencio para reinar él solo en la tarde fresca de la primavera... ¡Es el río egoísta! “  (De “Viento del Nordeste” Manuel D. Aledo, 1966)

Serían las cinco de la tarde de un apacible día de verano. Allí estaba el río. O más bien, nosotros estábamos en el río. Navegando en una barca. En mi barca. Quedaba atrás su desembocadura en la ría. Que ya no se veía. Un par de meandros nos separaban de ese punto del abrazo de las aguas. El ruido del motor, a marcha corta, no lograba silenciar los cantos de los pájaros en las orillas. Ora pinos colgados sobre el agua, ora prados o bosquecillos de castaños y abedules. Una estela alba marcaba las huellas de nuestro paso. Mil brillos delante de nosotros salpicaban las aguas. Subíamos...



Un caballo trotaba alborotado por la sorpresa de nuestro paso. Un pequeño embarcadero de madera, junto a una casa, permitía el juego y el baño de un par de chiquillos. Y el humo que salía, en medio de la tarde, de una casita acostada sobre una ladera. Campos de maíz y más pradera. Vueltas y vueltas del río que se iba estrechando. Bendita tarde plagada de sentimientos. Otra vez ese recorrido náutico, camino del pueblo. Allá lejos, aguas arriba. Con sus casitas y su iglesia, Con su puente para unir ambas riberas. Con el bar y el merendero  pegado al río. Otra vez, ese bello rincón dónde el mundo ya no existe y se callan todas sus voces. Allí le llamamos zalea a  esta excursión marinera. El río seguía hacia arriba, buscando montañas y valles...

Apenas hablamos entre nosotros para no romper el hechizo y el encanto del momento. La barca amarrada a un árbol. Bajamos a tierra. Más paz. Más silencios. Unos patos divirtiéndose. Y el ruido del agua al pasar bajo el puente. Soñamos despiertos, bebiendo a sorbos la quietud y la hermosura de la naturaleza. La tarde se iba yendo, poco a poco. Y el sol  se escondió tras una montaña. El cielo perdiendo azules lentamente. Un poco de brisa y de fresco. La hora del regreso, tras la merienda campestre. La barca, de nuevo, en marcha, proa al final del río, a su desembocadura. La popa al pueblecito de Abres. Y no nos decimos adiós. Eso jamás. No es posible hacerlo. Como enamorados. Volveremos.

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