martes, 24 de mayo de 2016

PALMERAS QUE ALEGRAN EL ALMA

Cuando las veo, cuando las recuerdo. Me traen siempre alegría en cualquier lugar que las encuentre. ¿Qué tendrán las palmeras? A mi me trasladan inconscientemente en el tiempo y el espacio, mientras las admiro en el presente. Me evocan siempre sabor mediterráneo. Aunque las observe en Galicia en donde abundan en muchos lugares. De aquellos mares y aquellas tierras. Cálidas. De aguas azulonas y olas mansas. Aunque a veces se ponen bravas y compiten con las del Cantábrico. Y me trasladan -las palmeras- a las playas del Postiguet, de San Juan, del Saler, de la Malvarrosa. Y a  muchos paseos andaluces. Y por otro lado, están las obras de arte en vegetales. Es el caso del Huerto del Cura de Elche. El de esta fotografía. Los palmerales de Elche atrapan la vista que sorprendida no sabe hacia donde mirar. Las flores se entremezclan entre ellas y visten la base de sus tallos, dotando de elegancia al paisaje. .




Palmeral del Huerto del Cura, Elche

Y luego están las palmeras de indianos. Es raro encontrar esas hermosas casas, construidas con el esfuerzo y el sudor de quienes emigraron a América, sin su palmera. El emigrante retornado, o el que vino lleno de nostalgias a revivir años ya idos, plantaba siempre alguna palmera. Era como poner un pedacito de su alma, representada por ese árbol, a la vera de su casa. Así no se marchaba del todo al regresar a Cuba o Argentina, a Uruguay o a Estados Unidos. Quedaba allí, junto a su mansión, la palmera como un recuerdo y un legado permanente.

Quizás por eso, o puede que por simple admiración de la palmera, mi padre plantó una junto a nuestra casa ribadense. La vi, siendo niño, chica y bajita. Creció a la par que nosotros, los chavales del barrio y yo. Se hizo esbelta y bien poblada de ramas. Ansiaba, sin duda, en esa poderosa juventud alcanzar la ventana de mi habitación. Y lo consiguió. La tenía al alcance de mis manos cuando llegó el tiempo de la marcha del hogar paterno. Mi madre, alicantina ella y de fuerte vitalismo levantino, se sentaba con frecuencia a su sombra. La palmera de casa prometía alcanzar el tejado del edificio y superarlo. Un buen día, los razonamientos de papá acerca de su excesiva proximidad a la casa y a su cimentación, firmaron su sentencia de muerte. Y la cortaron. El día que regresé y ya no estaba allí sentí un rasguño en el alma. Costó hacerse a la idea. Quizás, por eso también, adoro las palmeras. Y hasta viene, con frecuencia, a mis labios aquella canción escuchada en el Instituto de Alicante, por primera vez: ¡Las palmeras! Enganchando así con mis sentimientos más íntimos.

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